Capitulo 2
Para ella no era un problema decidir qué se pondría para la entrevista. Su única combinación decente consistía en una falda con una chaqueta en tono azul que contrastaba con el cabello que caía sobre sus hombros. Una blusa color crema y unos zapatos marrones que combinaban con el bolso que llevaba al hombro, completaban el vestuario. Al ver su imagen en el espejo, Lali se sintió desalentada. Si la apariencia influía en el anunciante, tendría poca oportunidad de ser escogida entre las demás solicitantes.
Su corazón comenzó a palpitar rápidamente. No quería pensar en las terribles consecuencias que aquello podría traerle. Sólo debía considerar las ventajas que podría reportarle su acción impulsiva.
De acuerdo con los términos del anuncio, si el responsable del mismo era hombre de palabra y ella obtenía el trabajo, el futuro de Abby estaría asegurado. Una rápida mirada al reloj le indicó que le quedaban menos de veinte minutos para llegar al hotel. Una amable vecina se quedó cuidando a Abby y el taxi que ella había llamado estaría a punto de llegar, así que tomó su bolso, echó una última mirada desesperada al espejo y salió apresuradamente para enfrentarse a lo que podía ser su salvación o su desgracia.
El taxi la dejó frente al Hotel Imperial cuando aún faltaban algunos minutos para la hora. Con un temblor incontrolable solicitó a la recepcionista que le avisara al anunciante anónimo que esperaba la entrevista y durante cinco largos minutos sufrió las miradas curiosas de los empleados del hotel, quienes, comprendió ella, cohibida, estarían enterados de la situación y era probable que anhelaran examinar a cada solicitante atrevida o lo bastante tonta como para responder al curioso anuncio.
Su alivio fue enorme cuando un botones se le acercó, pidiéndole que lo siguiera al ascensor. Sus piernas temblorosas apenas podían sostenerla mientras avanzaba sobre la lujosa alfombra y, cuando las puertas del elevador se cerraron con silenciosa precisión, sintió como si la sacaran del mundo de la sensatez para trasladarla a un planeta lejano. Nadie, en estos tiempos, sería capaz de intentar comprar a un ser humano, ya que era eso lo que implicaba el anuncio, pensaba la joven. Obligación absoluta y total, decía, a cambio de seguridad para el resto de su vida. Servidumbre, en otras palabras. ¿Y a cambio de qué? El pánico anudaba su garganta. Luchó por pedirle al muchacho que se detuviera y la devolviera al mundo conocido, pero, en aquel instante el elevador llegó a su destino. El botones abrió las puertas y salió, indicándole que debía seguirlo.
Una gruesa alfombra azul oscuro amortiguaba las pisadas mientras recorrían el largo pasillo para detenerse ante la habitación mil cinco.
–Gr... gracias –titubeó ella, buscando con torpeza dentro de su cartera para encontrar una moneda. Guiñándole un ojo, el botones se negó a aceptar la propina ofrecida, regresando al ascensor. Segundos después desapareció, dejándola abandonada junto a la puerta que podría abrirse para brindarle una vida completamente nueva. Levantó una mano para llamar, luego titubeó y volvió a bajarla. ¡No se atrevía a seguir adelante! Recordó historias del tráfico de mujeres blancas, historias de chicas que habían contestado anuncios parecidos sólo para terminar en una zona asquerosa del Port Said, entreteniendo a jeques árabes.
"¡Eres una tonta, Mariana, se repetía mientras vacilaba ante la puerta. Debe haber una mejor salida para esto; después de todo, se han creado oficinas para ayudar a la gente con problemas similares al tuyo. ¡Existe el departamento de beneficio social, nadie tiene que morirse de hambre o quedarse sin hogar!" Luego, se imaginó a Abby en una institución de caridad, su individualidad aplastada por las demandas de otros tantos niños necesitados, y aquello fue bastante para decidirla a seguir adelante.
Casi en el instante que tocaba la puerta, ésta fue abierta por un sirviente, quien la miró sin mostrar ningún interés, invitándola a pasar. La estancia se hallaba decorada con tanto lujo, que la joven se quedó sin habla. Era casi un sacrilegio pisar la alfombra blanca sobre la que se hallaban situados los elegantes muebles de maderas nobles. De las paredes colgaban espejos enmarcados en dorado, y pinturas al pastel que aliviaban la sobriedad de las paredes blancas. Aunque el sol brillaba a través de las grandes ventanas, había una chimenea encendida en una esquina, contrastando con un ambiente tan moderno.
Se detuvo torpemente, mientras el sirviente se inclinaba para informar al ocupante de la estancia de su presencia. Se puso tensa, sin saber qué esperar, y enseguida sintió alivio al ponerse de pie un caballero alto, ya mayor, para recibirla.
–¿Señorita Payne? –su voz, bellamente modulada, tenía un ligero acento. Francés, pensó primero; luego cambió de idea cuando le preguntó con anticuada ceremoniosidad:
–¿Le gustaría sentarse, señorita?
Mientras obedecía, sus ojos recorrían las aristócratas facciones masculinas. La mirada era penetrante y mostraba cierta sorpresa; la boca era bondadosa. En su juventud, la cabellera blanca sería negra, pensó ella, los ojos atrevidos y la boca audaz, aunque su alto y delgado cuerpo tendría el mismo peso. Esperó a que él hablara y sus temores disminuyeron al verlo luchar por encontrar las palabras adecuadas. Sintió que la experiencia era nueva para el caballero tan seguro de sí. Su boca dibujó una ligera sonrisa alentadora, mientras esperaba que él recobrase la compostura.
–Para empezar, permítame presentarme, señorita. Soy el conde Alberto de Valdivia, y su nombre, me parece, ¿es MAriana?
–Sí, señor conde... –contestó vacilante,
Un ligero movimiento de la mano le indicó su desacuerdo.
–Don Alberto será suficiente, querida. Le he dicho mi título completo por su propio interés... por si acaso desea hacer investigaciones sobre mí.
–Gracias, don Alberto –murmuró, nerviosa–; jamás pensaría investigar sobre usted...
–¿Y por qué no? –frunció las cejas–. No sabe nada de mí, excepto que he puesto un anuncio en el que se requiere a una joven inglesa; un anuncio redactado de tal manera, que cualquier persona normal sentiría desconfianza al leerlo. ¿No es cierto?
Ella asintio.
–Me gustaría... conocer algunos detalles...
–Contestaré cuantas preguntas me haga –aceptó el caballero–. Antes que nada bebamos un poco de su té inglés –tocó un timbre y cuando apareció el sirviente, le pidió–: Té para la señorita, Pedro, y por esta vez me siento inclinado a compartir ese ritual.
Ella notó que el criado se sorprendía, aunque su expresión no cambió mientras se inclinaba en una reverencia antes de salir de la habitación. Cuando cerró la puerta tras él, don Alberto volvió a dirigir su atención a LAli. Los ojos verdes reflejaban aprobación dé todo lo que veía mientras la examinaba con curiosidad, desde la punta de sus limpios zapatos hasta la cabeza, cuya cabellera bañada por los rayos de luz, había tomado un extraño brillo.
–Dígame, ¿qué parte de mi anuncio le ha interesado más? ¿Quizá la promesa de una seguridad vitalicia, o la liberación de problemas económicos? –Torció los labios con escepticismo–. En los últimos días se han sentado frente a mí muchas jóvenes inglesas en esa misma silla. Todas morochas, todas confesando tener un temperamento discreto y dócil, y todas, sin excepción, confesaron haber sido atraídas por la promesa de lujo y riqueza. Sin embargo, siento que algunas de las virtudes que se atribuían eran tan falsas como el color de sus cabellos. Quizá sea viejo y un poco anticuado, pero hasta yo sé reconocer el color natural del que se obtiene con tintes.
–Mi cabello no es teñido, señor –repuso ella con sencillez–. Y no tengo ningún deseo de riquezas o lujos para mí.
–¡Ah! ¿Entonces para quién, si me permite preguntárselo?
–Su anuncio –continuó– indica que las personas dependientes de la solicitante serían bien recibidas. Tengo a mi cargo una niña de un año y como le están saliendo los dientes y ahora lloro mucho, la casera me ha dicho que tengo que mudarme. Además de eso, la guardería donde dejo a la niña mientras trabajo, ha aumentado la cuota y me temo que no podré pagarla con el sueldo que gano. Por eso he solicitado la entrevista... estoy desesperada por poder vivir en algún lugar donde estemos juntas Abby y yo. Si no puedo encontrarlo, quizá me quiten a la niña para ponerla en un orfanato. ¡Yo haría cualquier cosa para evitarlo!
Observó al hombre, cuya expresión había cambiado de indulgencia a profundo disgusto. Se acariciaba la barbilla mientras consideraba lo dicho con la frente arrugada.
–Creí que mi búsqueda había terminado –murmuró–. Cuando ha entrado por esa puerta con su aspecto tan dulce e inocente, me sentía seguro de que usted era la indicada. ¡Pero un hijo...! ¡Ah! –suspiró–. La moral de la generación actual va más allá de mi comprensión.
Ella se puso de pie de un salto, sus mejillas rojas por la indignación.
–Abby no es mi hija, sino mi hermana. ¿Cómo puede creer que...?
El rostro de don Alberto no se inmutó. Movió la cabeza con tristeza. .
–Querida, era de esperarse que tratara de disculparse.
–¡No estoy inventando ninguna disculpa! –exclamó, perdiendo la timidez ante suposición tan descabellada–. Tenía diecinueve años, cuando mi madre se enteró de que tendría otro hijo. Por la edad... tuvo complicaciones, no estoy segura de cuáles fueron... murió cuando mi hermanita nació. Algunos meses después falleció mi padre en un accidente automovilístico. Desde entonces, he cuidado a Abby como mejor he podido, pero como todavía no gano un buen sueldo es muy duro, a veces imposible, conseguir lo necesario. Por esa razón estoy aquí, Su anunció podía ofrecerle una vida nueva a mi hermana y también a mí. No quiero lujos, tampoco dinero, pero sí necesito desesperadamente un lugar donde poder criarla sin la constante preocupación de con quién dejarla mientras trabajo, y donde pueda ella vivir una vida normal y feliz, sin que la manden callar aplastando así su espíritu infantil. Eso es todo lo que deseaba, señor, pero si usted piensa así... buenos días... –Se sentía al borde de las lágrimas–. No se moleste en llamar al criado, sabré cómo salir de aquí.
Con una agilidad sorprendente, el caballero se puso en pie casi de un salto.
–Por favor, no se vaya. Le pido disculpas, la he juzgado mal. ¿No podría quedarse y escuchar lo que tengo que decirle?
La tentación de salir pronto de la habitación se vio relegada por la llegada de Pedro, empujando un carrito.
–Por favor –le pidió don Alberto–, quédese y sírvame el té.
Su encanto era imposible de resistir y, después de pensarlo algunos segundos, Lali se dio por vencida.
–Muy bien, señor, acepto sus disculpas. Me quedaré a tomar el té con usted.ç
No supo por qué, de repente le recordó a un puma satisfecho, acomodándose en su guarida. Quizá fue la súplica de su voz cuando le pidió que se sentara, o el brillo de sus ojos al seguir cada movimiento suyo mientras servía el té y los canapés exquisitamente preparados. Luego don Alberto continuó interrogándola sobre cada detalle de su vida pasada, sin que ella fuera plenamente consciente de sus intenciones. Las preguntas eran hechas con tal maestría, que sólo sentía agradecimiento por el interés del conde. Su encanto era tal, que se sentía completamente relajada. Era como si estuviera en compañía de un amable pariente, que se interesaba y preocupaba por su bienestar, contentándose con escucharla y manteniéndose callado mientras le hablaba de sus temores y desilusiones del pasado, así como de sus esperanzas para el futuro.
Se sorprendió cuando escuchó el reloj indicando que eran las cuatro de la tarde e interrumpiendo su amistosa conversación dijo:
–¡Dios mío, no puede ser tan tarde! Le dije a mi vecina que estaría ausente sólo una hora; ¡tengo que regresar!
Don Alberto pareció sorprendido.
–Aún tenemos mucho de qué hablar, pequeña. ¡Todavía no ha oído los detalles de la posición que deseo ofrecerle!
—¿Quiere decir... que piensa ofrecerme el trabajo? –inquirió, asombrada.
–A usted y a nadie más –sonrió, haciéndole un gesto para que volviera a sentarse.– Claro que la decisión final es suya... ¿Ha oído hablar de Chile? –la pregunta fue tan brusca que ella se alarmó.
–No mucho. Está en América del Sur, ¿no es así?
–En efecto; es una república situada entre las montañas de los Andes y el Océano Pacífico. Está en la costa Suroeste de América, entre los picos nevados y la espuma blanca de las olas. Mi tierra natal es hermosa, un lugar al que no ha de temer llevar a su hermanita; allí la naturaleza se muestra con diferentes climas y paisajes. Al norte están los desiertos, donde no ha llovido desde hace diez años o más; en el sur hay bosques cuyos habitantes bromean diciendo que llueve trescientos sesenta y seis días al año. Los glaciares alimentan los arroyos, los ríos y los lagos de color azul oscuro, y entre el desierto y el hielo se encuentra el valle central, el largo y fértil llano, donde se halla mi hacienda. El clima es bueno, los veranos son frescos y secos; los inviernos breves y lluviosos.
»Mi familia llegó en el siglo dieciséis. Eran conquistadores españoles, que salieron a explorar la nueva tierra en busca de oro. No lo encontraron, pero sí la felicidad en la tierra donde al fin decidieron quedarse para criar a sus familias. Al principio no fue fácil; los indios hostiles tuvieron que ser dominados y durante esos primeros años se perdieron muchas vidas. Ahora, los descendientes, los que originalmente fueron colonizadores de España, se consideran más chilenos que españoles. Estamos orgullosos de la valentía de los indios y de su amor por la libertad y pensamos que ese espíritu, junto con nuestras propias tradiciones españolas, han marcado la historia del país. Chile ya no es colonia española, claro, sino una república joven, separada del resto del mundo por montañas, desierto y mar. Las guerras y las rebeliones nos han destrozado. Ha habido violentos temblores de tierra que destruyeron casi por completo nuestras ciudades; marejadas que han ahogado nuestras ciudades costeras... Han desaparecido pueblos completos, algunas montañas se lean desplomado, volcanes muertos han vuelto a la vida y otros nuevos han entrado de pronto en erupción... Un país joven, turbulento, y tan impulsivo como los jóvenes guasos que empleo en mi hacienda para que vigilen el ganado.
—¿Guasos? –repitió Lali, asombrada.
–Vaquero... gaucho... ¿Cómo dicen ustedes...? Cow–boys –sonrió levemente, pero de inmediato se puso sombrío–. Mi nieto es uno de ellos. Dentro de algunos años, claro, se hará cargo del manejo de la hacienda. Por el momento vive la vida de un guaso y continuará haciéndolo hasta que yo sienta que es el momento adecuado para entregarle la herencia. Es por él por quien me encuentro en este país; es por él por quien puse el anuncio en el periódico, ¡y es por él por quien deseo que viaje conmigo hasta el otro lado del mundo para convertirse en su esposa!
–¿Qué... qué ha dicho?
Sombríamente, él observó su mirada horrorizada.
–Sí, querida, ésa es la posición que le ofrezco. Mi nieto necesita una esposa y considero que soy el único capaz de juzgar el tipo de mujer que necesita un hombre de su calibre. Yo soy viejo, señorita –murmuró cansado– y mi mayor deseo es dejar el cuidado de la hacienda en manos responsables. Como un hombre casado, mi nieto podrá llevar las cosas mejor, haciéndose acreedor al respeto de aquellos con los que hacemos negocios y también de los empleados más jóvenes, que se han acostumbrado a considerarlo un igual, viéndolo casado se adaptarán mejor a su nueva posición de autoridad.
A Lali la cabeza le daba vueltas mientras trataba de comprender el panorama arrebatador que le habían revelado las palabras del caballero. ¡Picos nevados, olas espumosas, desiertos bañados por el sol y bosques húmedos, donde los conquistadores audaces lucharon contra los indios salvajes, poniendo en peligro sus vidas en la búsqueda de oro! Los violentos terremotos que había mencionado no podían causarle mayor impacto que el ocasionado por la sugerencia de aquel extravagante matrimonio. Los rudos vaqueros estaban lejos de sus costumbres de vida, tan incorpóreos como las imágenes que aparecían en las pantallas de cine. Sentada cómodamente dentro de una sala oscura, disfrutaba viendo el movimiento del ganado, que llevaban de un lado a otro atravesando kilómetros; podía admirar al vaquero, que después de pasar días y noches sobre la montura, se detenía en algún pueblo en busca de amor y violentas aventuras... ¡Pero pedirle que se convirtiera en esposa de uno de aquellos seres extraños...!
Sus ojos reflejaban el asombro al fijarse en el rostro del caballero.
–¿Habla... en serio? –le preguntó con voz entrecortada.
–Yo no bromeo, señorita –fue la seca respuesta.
–Pero su nieto, ¿qué piensa de tal arreglo? ¿Qué clase de hombre iría que su abuelo le escogiera esposa?
–¿Que clase de hombre? Por muchas razones, mi nieto es muy parecido a su padre, mí hijo, que por desgracia murió en uno de los temblores que le he mencionado anteriormente. El y su esposa fueron al pueblo unos días, dejando al muchacho a mi cuidado. Ambos formaban una pareja ideal... y los dos murieron cuando el hotel donde se hospedaban desapareció por una grieta que se abrió a causa del terremoto. Mi nieto era demasiado pequeño para guardar algún recuerdo de sus padres, pero cada día veo en él algo que me recuerda a mi hijo, que en los últimos años de su joven vida me proporcionaba tanto orgullo y felicidad. Unas semanas antes de su muerte, me dio las gracias por mi guía y mi consejo y de la misma manera espero que mi nieto me agradezca que lo ayude a seguir el camino acertado para su completa realización. ¿Cómo va a reaccionar? –Un velo de preocupación ensombreció su mirada–. Él hará, por supuesto, lo que yo le diga.
Lali sintió una repentina inquietud por el hombre que había vivido tantos años bajo la sombra del abuelo dominante. El haber sido desde su nacimiento por un hidalgo campesino daba a entender su tímida incapacidad para encontrar una esposa. Habría crecido sin confianza en sí mismo, probablemente hasta el punto de desarrollar un inmenso complejo de inferioridad, un carácter tímido e introvertido –imaginaba ella–, sensible ante la crítica e inseguro de su propio juicio.
Aun así, por mucha lástima que sintiera hacia aquel hombre, ¡el matrimonio estaba fuera de discusión!
Se lo dijo a don Alberto en voz baja, pero con dignidad:
—Lo siento; deberá buscar otra esposa para su nieto.
–¿Por qué? –preguntó el conde al instante–. ¿Ya está enamorada de otro?
—No, no es por eso –le aseguró.
–Entonces, ¿por qué ha mentido? Hace un rato ha dicho que estaría dispuesta a hacer cualquier cosa con el fin de obtener un hogar para su hermana. Lo que le he ofrecido es algo mejor que "cualquier cosa". Sin duda, muchos la considerarían afortunada por tener oportunidad de cambiar su vida actual por la que le he descrito.
—¿Es que no lo ve? –protestó ella–. ¡Está completamente fuera de discusión el que me case con un hombre que, no conozco y al que jamás he visto!
–¿Desea casarse?
–Bueno... sí –se sonrojó al decirlo–. Algún día, espero...
La interrumpió con voz suave:
–Quizá espera demasiado, señorita. Pregúntese: ¿quién va a querer hacerse cargo de un hijo que no es suyo? El hombre es una criatura egoísta; ni siquiera por amor sería capaz de renunciar a la comodidad. Puedo imaginármela dentro de algunos años, avejentada prematuramente por la tensión de criar a la niña, luchando sola en sus días de escuela; luego, al crecer ella y enamorarse, condenada a una vejez solitaria, sin amor, indeseada y –a no ser que su hermana resulte excepcional– sin ninguna gratitud.
Lali jadeó.
–¡Es usted cruel, señor!
–Realista, señorita, y haría bien en serlo usted también
El caballero se puso en pie y salió de la habitación para dejarla considerar sus palabras. Dentro del calor del salón, Lali temblaba, preocupada por el temor.. el temor a la sociedad, a la vejez, al estado que él le describiera como su destino. Sin darse cuenta tomó otro canapé; enseguida lo soltó con un estremecimiento, disgustada por su instinto de ardilla de almacenar alimento para los días de escasez, Miró el elegante salón, comparándolo con el sórdido lugar que sería su hogar durante menos de una semana. Después del sábado... ¿qué pasaría? ¿A dónde irían? ¿Cómo podrían vivir, y cuánto tiempo más podría soportar aquella existencia que, al crecer Abby lo suficiente para comprenderlo, para marcarla con una inseguridad que la haría tambalearse el resto de su vida?
Cuando don Alberto regresó a la habitación, Lali miraba atentamente el fuego de la chimenea. Levantó la mirada y él le preguntó suavemente:
–¿Se ha decidido ya, señorita?
–Sí, señor –contestó–. He decidido aceptar su proposición... y procuraré ser una buena esposa para su nieto.